El auge de lo políticamente correcto ha llegado hasta el habla de los hispanoparlantes. En los últimos años, se ha puesto de moda en ciertos ambientes el llamado lenguaje inclusivo, es decir, un léxico que considera necesario explicitar que cuando se dice todos, no se habla sólo de los varones sino también de las mujeres.
Los militantes del lenguaje no sexista aducen que aceptar como lo hace la norma española el predominio del género masculino en el plural sería algo equivalente a una discriminación por sexo. Proponen en consecuencia que, por ejemplo, en vez de decir «mis amigos», se diga «mis amistades»; en vez de «ciudadanos», «ciudadanía»; en vez de «los becarios» o «los desempleados», «las personas becarias» y «las personas sin trabajo», respectivamente, entre otros artificios por el estilo.
No hace falta ser lingüista para presentir el absurdo de las prescripciones de estos manuales, no sólo en el plano del sentido, sino hasta de la estética y del espacio. Un ejemplo es la Constitución de Venezuela que sigue estas normas y cuyo artículo 41 dice: «Sólo los venezolanos y venezolanas por nacimiento podrán ejercer los cargos de presidente o presidenta de la República, vicepresidente ejecutivo o vicepresidenta ejecutiva, presidente o presidenta y vicepresidente o vicepresidenta de la Asamblea Nacional magistrados o magistradas del Tribunal Supremo de Justicia, procurador o procuradora general…», y así sigue.
El académico Ignacio Bosque analizó para la Real Academia de la Lengua (RAE) nueve de estos «manuales de lenguaje no sexista», elaborados por comunidades autónomas, universidades y sindicatos españoles, y llegó a la conclusión de que si se aplicara al pie de la letra lo que preconizan, «no se podría hablar». Su informe despertó la ira del feminismo.
Las previsibles acusaciones de «machismo» contra los miembros de la RAE no tardaron en llegar. Pero en realidad, según el argumento de los -y las- promotores/as del lenguaje no sexista, todos los que hablamos castellano incurrimos en una suerte de machismo lingüístico, es decir, usamos vocablos discriminadores en razón de sexo, por el sólo hecho de que declinamos el plural en masculino. El respeto a la sintaxis es equivalente a discriminación de la mujer, que, según esta teoría, queda «invisibilizada» en el lenguaje.
La norma castellana que, por tradición, establece que el género masculino predomine sobre el femenino en el plural es, en realidad, una herramienta de dominación de la mujer.
En defensa de Ignacio Bosque, cabe decir que la aplicación estricta de las normas de estos manuales, si no impide hablar, por lo menos llena de artificialidad las frases. Por caso, deberíamos decir «llevé la infancia al parque» o «la niñez juega en el patio de la escuela», para evitar la invisibilidad de las niñas.
El argumento de Bosque, cuyo informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer fue adoptado por la Real Academia, es que estas guías extraen «conclusiones incorrectas de premisas verdaderas», porque si bien es cierto que existe la «discriminación hacia la mujer en la sociedad», ella no radica precisamente en el idioma. Considerar que «el léxico, la morfología y la sintaxis de nuestra lengua han de hacer explícita sistemáticamente la relación entre género y sexo, de forma que serán automáticamente sexistas las manifestaciones verbales que no sigan tal directriz, ya que no garantizan ‘la visibilidad de la mujer'», es un problema para este académico.
Y para cualquiera que desee seguir las normas «no sexistas». Por si lo absurdo de éstas no fuera evidente, baste recordar el comentario irónico del escritor español Javier Marías: en adelante ya no se podrá decir que «el perro es el mejor amigo del hombre» sino que habrá que decir que «el perro y la perra son el mejor amigo y la mejor amiga del hombre y de la mujer».
Es indudable que el idioma refleja a la sociedad de la cual emana. Cuando se fijaron las reglas gramaticales -en un proceso que llevó siglos, a diferencia de la pretensión del feminismo idiomático de forzar cambios en pocos años- la mujer ocupaba una posición subordinada en la sociedad. Por eso no significa que sea así hoy. Ni que, si no lo es, la culpa sea del idioma.
Por otra parte, ni siquiera puede establecerse una correlación clara entre discriminación de la mujer y lenguaje. Pensemos que existen idiomas «no sexistas» que son, sin embargo, acervo de sociedades en las cuales la mujer está mucho más postergada que en las que se expresan en lenguas latinas (si el español invisibiliza a la mujer, también lo hace el francés, idioma natal del feminismo). Un ejemplo es el chino mandarín en el cual «él» o «ella» se dicen de igual modo, los adjetivos no declinan según género y éste sólo se deduce por el contexto o por partículas adicionales. Un ejemplo de igualdad idiomática que sin embargo no se refleja en la condición femenina.
¿Es necesario entonces rechazar la herencia cultural y liquidar parte importante de nuestra tradición cultural para demostrar que «vemos» a las mujeres? ¿Los derechos de la mujer no deberían ser defendidos en el plano de lo real y no con argumentos que bordean el ridículo?
El español es una lengua en expansión y por lo tanto evolucionará naturalmente y las normas se irán adaptando; no al revés. En todo caso, si llevamos el argumento feminista al extremo, deberíamos crear un artículo neutro -como el das de los alemanes-, algo así como un «tercer sexo», para evitar que el entusiasmo por el lenguaje inclusivo nos lleve a invisibilizar a los varones.
Entre quienes preconizan el desdoblamiento de géneros y el uso de sustantivos neutros, un argumento es el de que el idioma determina la ideología. Nuria Manzano, secretaria de Igualdad de la UGT (una de las confederaciones sindicales españolas) de Madrid, dijo que «el lenguaje es el elemento que más influye en la formación del pensamiento en el ser humano, lo que deriva en la construcción de esquemas mentales, estereotipos y conceptos abstractos con los que nos desenvolvemos en la vida diaria». De ahí a concluir, como lo hace esta sindicalista, que «un habla sexista influirá en tener un pensamiento sexista», hay un solo paso.
La influencia de la semiología -y de cierta psicología- en estas perspectivas es evidente. El lenguaje «construye» la realidad.
Es natural que, en tiempos en que los «relatos» parecen ser más verdad que los hechos, lo formal predomine sobre lo real. Y que quienes dicen actuar en nombre de los derechos de la mujer prefieran defenderlos en el plano de lo abstracto.
Artículo publicado en infobae.com
Informe escrito por Ignacio Bosque y publicado en la RAE
Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer
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